miércoles, 1 de agosto de 2012

Ella...

Ella suponía que ese era el final de lo que podía haber sido una bonita historia. Él: El chico que la vio cuando todos creían que era invisible, incluso ella misma así lo creía. El que le enseñó a amar, el que le enseñó a besar, el que le enseñó que era posible pasarse las noches, las tardes y los días con un único pensamiento en la cabeza. El mismo que le enseñó lo que era sufrir por amor, lo que era encontrarte en un agujero y que un simple mensaje o una sonrisa te elevaran hasta el mismísimo cielo. El que le enseñó que los mensajes de amor también se escriben en la espalda, a jugar para descifrarlos. Que los te quiero saben mejor después de un beso, y que los mejores paseos que existen son los que hacían sus labios en su cuello.
Y ahora ya no quedaba nada, no quedaba nada de esas tardes interminables en el campo, sin más sonidos que el de sus labios entrechocándose. De esas mañanas en el parque, sin más sonidos que el de sus risas, las de ella, cuando él le hacía cosquillas y ella reía sin parar hasta quedarse casi sin respiración. ¿Dónde metería ahora todos esos te quiero que no le había dicho? ¿Todos esos besos, todos esos abrazos... que aún no le había dado?
Pero no le guardaba rencor, ni siquiera era capaz de odiarlo, lo quería. Y si el destino había querido que así fuera, no merecía la pena guardar sentimientos innecesarios en el corazón, sentimientos como la ira, el odio, o el rencor. Sólo le deseó lo mejor, y intentó vaciar el corazón de esa tristeza que ahora la inundaba y dejarlo así, para que algún día, alguien pudiera volverlo a llenar de amor.


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